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Foals What went down  

Foals

What went down

Transgressive

6,5

Pop-rock

Virginia Arroyo

 

Hace unos días leí que Philippakis esperaba que Foals fuera la mejor banda en directo en cosa de seis meses. Así, PAM. Me parece a mí que en la carrera sin aliento para hacerse los más grandes se les ha olvidado cómo ser buenos. Que no es condición sine qua non en estos tiempos –ni en ningunos otros–, pero se agradece.

  

No me malinterpreten: en “What went down” (el álbum) hay algunos buenos temas, pero alguno como “What went down” (el tema) hace llorar a diosito. Disfrazado de furia y obsesión y con la vena del cuello a punto de reventarle, Yannis se pone a berrear como un poseso sobre un ruidaco generalizado que va de rock pero no hay por dónde cogerlo. Ojo, que nos gusta ese Yannis intenso, ese que parece estar siempre al borde del ictus, pero estaría bien que subyaciera algún motivo bajo tanta agitación.

 

 

O lo que es lo mismo: que ni fu ni fa. Y eso, tratándose de Foals, duele sólo de pensarlo (imagínense lo que duele escribirlo), pero ya se veía venir. El math-rock marcó el nacimiento de la banda, sus primeros EPs y su debut en largo, “Antidotes”. Era mágico y espasmódico, melódico, frenético y adictivo. Por mí, se podían haber quedado ahí, pero no, para su siguiente disco harían lo que han convertido en marca de la casa: cambiar de productor y de sonido. Y vino “Total life forever”, un álbum diferente pero, joder, qué discazo: se habían pausado, habían cogido toda esa energía e intensidad y la habían puesto al servicio de canciones emocionalmente más complejas y habían conseguido perlas de todos los colores: desde la más saltarina “Miami” a la maravillosamente parca “Spanish Sahara”, pasando por un buen puñado de fantásticos temas como “Blue blood”, “Total life forever” o “2 trees”. Y llegó el éxito, y su nombre en mayúsculas encabezando listas quilométricas de palabras en Arial 6 que hasta hace poco eran como ellos. Y mi primo que no sabe lo que es un riff de repente quería vender un riñón para poder ir al festival de turno sólo para verlos. Les honró en cierta medida, pues, no quedarse ahí y volver a metamorfosearse, pero el resultado les quedó ciertamente poco mejor que un capítulo de los "Power Rangers". Tres años es mucho tiempo para pensar y darle vueltas a lo que eres y lo que deberías ser y “Holy fire” intentó repetir el triple salto mortal anterior y cayó de morros. Su propuesta era burda, sin gracia, se parapetaba en una supuesta madurez y crecimiento, vendía rock crudo y polvoriento, cuando en realidad era sólo una excusa para que mi primo el de los riffs se sintiera adulto y respetable mientras se escribía FOALS con ceras en los mofletes para ir a esperarlos al aeropuerto. Se salvaban “My number” y alguna otra que luego ha caído inevitablemente en el olvido, pero, en lo que a mí respecta, dejaron de interesarme.

 

 

Y ahora vuelven con nuevo disco. Y yo, como si del retorno de un antiguo amante se tratara,  me debatía entre ignorarlos deliberadamente para no hacerme daño o darles otra oportunidad, intentando no esperar demasiado de la relación. Pero ya se sabe que eso nunca funciona, y al final me he dejado seducir por el encanto de “Albatross”, he visto en el estribillo de “Mountain at my gates” un atisbo del brillo de 2010, he paseado bajo la lluvia con la preciosa “London thunder” como única compañía, he querido salvar “Night swimmers” como guiño bienintencionado (aunque no del todo bien rematado) a aquellos temas que me enamoraron al principio cuando éramos jóvenes y el peso de las expectativas y del éxito no recaía sobre nuestras frágiles espaldas… Pero todo lo demás es humo. Y me digo que no, que no vale la pena, que se acabó, pero entonces suena la magnífica “A knife in the ocean” a modo de despedida, con sus siete minutos de pura magia, y me niego a creer que esto sea el final. Supongo que nos volveremos a ver, Yannis, pero no juegues más conmigo, que no sé cuántas decepciones más puedo soportar.

 

Virginia Arroyo

Desde que se sacudiera al ritmo de "True Blue" agarrada a los barrotes de su cuna, quedaron claras dos cosas: que Virginia Arroyo nunca sería una gran bailarina y que su futuro pasaría de una manera u otra por la música. En el shuffle de su iPod te puede sorprender perfectamente Britney Spears entre los temas de Foals, Four Tet, Lindstrøm o Boards of Canada, y lo peor de todo es que en lugar de sonrojarse probablemente se pondrá a bailar y cantar como una loca. Ahora, tras colaborar en diversos medios musicales como Go Mag, Mondosonoro, Neo2, H Magazine o Calle20, aterriza en Blisstopic con todo el empeño y la ilusión de alcanzar cuanto antes esa soñada blisstopia.